Periodista india retrata el impacto de una violación en un país que ha hecho del tema un secreto.
En los últimos 15 días, desaprendimos la sumisión. El 16 de diciembre, una joven de 23 años, a punto de iniciar su vida de independencia económica, fue violada en un bus en movimiento en Nueva Delhi, a las 9:30 de la noche. Iba de regreso a casa con un amigo.
A los cinco minutos de subir al bus, un hombre hizo un comentario lascivo sobre ella, y el amigo de la joven respondió. Ahí comenzó el ataque.
Seis sujetos que hoy son investigados en un proceso que acapara la atención del país golpearon al muchacho y violaron a la joven por cerca de una hora. La brutalidad del asalto se vio aumentada por el uso de una varilla que insertaron en su vagina. Uno de los acusados incluso testificó haber visto a otro sacar “algo así como una soga” del cuerpo de la mujer. Eran sus intestinos.
Por primera vez en la historia de esta nación, la gente salió a las calles para manifestarse por un tema de género. Van ya más de dos semanas, y las protestas siguen. Las cifras del Registro Nacional de Crímenes de pronto nos saltaron a la cara: Cada veinte minutos una mujer es violada en India, una de cada tres víctimas es menor de edad.
Estas protestas, esta visibilización de los hechos, son significativas en un país en el que el 30 por ciento de los abusos sexuales es cometido por familiares y casi cada mujer puede recordar al menos un incidente de abuso dentro de los terrenos ‘seguros’ de la familia.
El abuso sexual es a menudo tratado como un secreto vergonzoso; como un fantasma.
Las familias patriarcales de clase media no permiten que se discuta, o que se denuncie. Las niñas aprenden, al llegar a la pubertad, que deben mantenerse alejadas de los varones. La gente cambia de canal si en las noticias hablan de una violación.
En una sociedad tan claustrofóbica en temas de género, es un hito que un extraño en una esquina esté dispuesto a hablarme de violencia sexual por su propia voluntad.
Espacios segregados
En el fondo, las protestas son un esfuerzo por dejar atrás la carga asociada a la palabra ‘violación’ por fracturar la idea de espacios segregados en el país. En esos espacios, bastiones de poder masculino, las mujeres que se aventuran a entrar se arriesgan a recibir ‘una lección’.
Esa noche, ese bus era un espacio segregado. La joven iba con un amigo. Para los violadores, su decisión de estar fuera de casa, a esa hora, con un hombre, era una ‘ofensa’. La objeción de su acompañante al insulto fue una ruptura del domino de los agresores. Incluso durante la violación, su resistencia, su decisión de morderlos, de arañarlos, de pelear hasta sus últimas fuerzas, fue a su vez un ataque al feudo masculino.
Por increíble que parezca, la prensa india registró, dos días después del hecho, la opinión de una ‘experta’ que manifestó su convicción de que la víctima “debería haberse rendido al verse rodeada”, pues eso enfureció más a los violadores. Es apenas una de docenas de declaraciones que reflejan cómo el liderazgo político en este país, en el que tienen presencia numerosas mujeres, está indoctrinado por la misoginia y tiende a menudo a trivializar la violencia sexual.
La sociedad patriarcal en la que se vive en la India se siente amenazada cuando las mujeres exploran espacios tradicionalmente masculinos. El acto de arrojar del autobús a las víctimas desnudas declara que una suerte similar aguarda a quienes osen ‘igualar’ espacios masculinos.
Preguntas incómodas
Amas de casa, estudiantes, ancianos, personas del común, salieron a las calles a protestar por la violación de una chica trabajadora. Hay quienes piden que cuelguen a los culpables, otros quieren que los castren. Pero mientras unos piden la pena de muerte, hay activistas que creen que ese es un enfoque simplista, y que estas reformas deben conducir a una reforma tanto social como legal.
Muchos de los que salieron a protestar probaron de primera mano la atroz respuesta de la Policía. En su resistencia expusieron el ‘terrorismo sexual’, visibilizaron violaciones intrafamiliares, violaciones de mujeres indígenas como las adivasi, mujeres como Laxmi Orang, que lleva cinco años esperando justicia, o como Manorama, que fue violada y asesinada hace ocho años por miembros del ejército.
Ahora, por primera vez, se oyen en las calles o en los medios palabras como ‘patriarcado’. La tragedia ha creado, al menos, un espacio para hacer preguntas incómodas.
Una mujer en una marcha levanta una pancarta que reza: “Usaré la misma varilla para partir tu cabeza”. Ingenuo y violento como es, el letrero declara que a veces la vagina es penetrada por algo distinto a un pene y que eso también es violación, aunque no lo tipifique así el sistema legal. Es un guiño a un necesario cambio en la ley.
Hay una plétora de acusaciones y problemas entretejidas con estas protestas. Voces de izquierda las han rechazado como una expresión exclusive de la clase media, cuestionando por qué no se ve una furia similar cuando mujeres clases muy bajas, o de regiones como Cachemira, son violadas prácticamente a diario. Es cierto que la burbuja de pasividad de la clase media es difícil de reventar; sin embargo, la brutalidad de esta violación masiva lo hizo.
* Neha Dixit es periodista investigativa y fellow del World Press Institute (WPI).
Published in the Colombian newspaper El Tiempo on January 5, 2013http://www.eltiempo.com/mundo/asia/india-el-pais-que-no-amaba-a-las-mujeres_12494025-4